A menudo quienes llegaran al poder gracias a una revolución, extienden su “vida útil” cuando su ejercicio carece de otras legitimaciones.
Esto al parecer en Nicaragua funciona hasta en forma retroactiva: se pone el 25 de Febrero del 1990 como fecha final de la Revolución del 1979 para tener lo suficiente en nostalgia para cubrir aciertos y desaciertos en el ejercicio del poder pos-revolucionario de los años 80 con la finalidad de evitar un debate propio y por ende la responsabilidad correspondiente.
Fundir Poder Político, Militar y Público en un solo “Poder sandinista” sin embargo NO era producto de una confusión errónea sino de una decisión estratégica.
Esta táctica en México hasta obtuvo nombre propio: Revolución Institucionalizada, concepto que -si no me engaña mi memoria- tenía cierto atractivo para ciertos "revolucionarios" ya en la campaña electoral del 1984 a tal que a mi criterio la revolución del 1979 ya terminara bastante antes.
Consecuentemente la "institucionalización" de la Revolución, iniciada con las elecciones del 1984 y culminada con la promulgación de la constitución del 1987 NO tenía como objetivo democratizar el ejercicio del poder -eso es limitarlo encauzandolo- sino solo legalizar lo que de cualquier forma se contemplada como ya legitimado de sobra por la Revolución del 1979.
Está ahí el verdadero trasfondo del discurso -y de la práctica- de Ortega-Murillo en cuanto a la “reconstitución de derechos”: se quiere recuperar un marco "legal" y "operativo" para el ejercicio de un poder único, tal como ya se lo había tenido antes.
Para las que se oponen a la 2ª “toma del poder” por Ortega se plantea entonces una disyuntiva:
Si se oponen a esta forma de ejercicio “de por principio”, entonces tienen que rechazarlo también en cuanto a los 80 o al menos reconocer su fracaso total a cuenta de tremendos sacrificios, y demandar hacia el futuro una nueva constitución sin las ambigüedades características para la constitución de 1987 y aquel entonces –me consta- intencionales para facilitar el ejercicio del poder sin los frenos impuestos por un estado democrático-republicano de derecho.
Sin embargo –y esto cuesta al parecer- tal rechazo “de por principio” implicaría tácitamente a reconocer que tal ejercicio del poder NO era una consecuencia ineludible de la guerra, sino que a la inversa éste ejercicio del poder hizo la guerra del 1984 al 1990 casi inevitable hasta que la guerra misma lo hizo inviable llevando Nicaragua a las elecciones del 1990.
A las que no quieren dar este paso, les queda solamente individualizar hasta personalizar su oposición, tal que o reclaman que el régimen Ortega-Murillo no tenga los objetivos loables como en los 80 –resultados para destacar las diferencias no hay-, o que lo de aquel entonces era un régimen colectivo –el de la DN- y hoy es solo él de una familia. En cualesquiera, necesitan el mito de una guerra del 1984 al 1990 impuesta sin alternativa por el imperio del mal -¿de dónde entonces surgió de repente la alternativa de las elecciones del 1990?- y la falacia –comprobable desde la redacción de la Memoria de la Reunión de las 72 horas ya en 1979 hasta la redacción de la constitución del 1987 y el proceso de debate acompañante- que el modelo del “poder sandinista único” hubiese sido consecuencia de la situación de guerra cuando no fue así.
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