Desde los inicios de estados territoriales, ha habido políticas económicas incidiendo en particular en el uso que se le daba a la plusvalía o a la capacidad productiva mas allá de la pura sobrevivencia y reproducción. Ya la biblia nos habla de las políticas económicas de José para enfrentar los 7 años de vacas flacas. A lo largo de la historia quedó más que una vez comprobado que el desarrollo y bienestar de un territorio definido y de la población en sus confines lo condicionan fuertemente, aunque no lo determinan, las políticas económicas, entendiéndose como políticas económicas no solo un programa ejecutado por un gobierno, sino la concertación mas amplia entre los diversos actores económicos alrededor de ese programa.
Partiendo ideológicamente de las ideas de Adam Smith y David Ricardo sobre la Libre Empresa y el Libre Mercado, se superó la fase anterior, en la cual los gobiernos incidieron directamente en la producción. No obstante sin las garantías publicas por Bancos Centrales, la legislación apropiada y la intervención oportuna de gobiernos jamás se hubiese establecido el sistema capitalista de producción, que movilizando capital ajeno permitió obras como los sistemas de ferrocarril, de agua, alcantarillado y energía y por ende el crecimiento de corporaciones industriales mucho más allá de su limitada capacidad propia de acumular y re-invertir ganancias.
De ejemplo más cercano, sin los empréstitos forzados, impuestos por gobiernos conservadores a los grandes terratenientes de occidente, no se hubiera dado nunca el inicio del ferrocarril en Nicaragua. Sin las políticas económicas consensuadas entre el Banco Central de Laínez, el estatal Banco Nacional de Desarrollo, y el INFONAC tampoco se hubiera dado el desarrollo agrario y en particular agro-industrial de los años 50 a 70 del siglo pasado. Cabe señalar que sin la nacionalización del sector financiero por José Figueres, mantenida en su esencia hasta hoy día, tampoco se hubiera dado el desarrollo tan exitoso en comparación de Costa Rica.
Desde sus inicios, el capitalismo se enfrenta a un problema así no previsto: Ni a los miles y miles de ahorrantes pequeños, medianos y grandes ni tampoco por tanto a las entidades financieras –bancos, fondos de inversión, seguros- les interesa ni un pito la innovación productiva ni la competencia por calidad y precio de productos en el mercado, pues no son empresarios, sino solo rentistas, personas interesadas en la máxima renta de su capital manteniendo al mismo tiempo la mayor disponibilidad y seguridad para el mismo sea como fuera.
El problema no son unas tantas cuantas empresas, que por falta de competitividad salgan de la economía, muchas veces pasando sus activos y mercados a otros competidores mas competentes, sino las olas especulativas de capital, que caigan todas sobre el mismo sector de la economía en esperanza de ganancias rápidas sin esfuerzo propio, descuidando a la vez la inversión verdaderamente productiva. Los primeros 100 años del capitalismo hasta la Gran Depresión del 1929 se presentan por tanto como una cadena de burbujas colapsadas de inversión especulativa, bancarrotas de entidades financieras y crisis bursátiles, siempre terminando con la intervención de gobiernos y sus bancos centrales como última salvación.
Comenzando con las políticas del New Deal en los EE.UU. y políticas similares en muchos países industrializados, los estados y gobiernos retoman un papel más activo en la economía, no solo en regular y supervisar mas estrictamente las entidades financieras, sino también orientando las inversiones productivas, sea por medio de programas de obras públicas, sea por programas de investigación y desarrollo tecnológico a cuenta pública, sea al final canalizando inversiones privadas incentivando unas y desincentivando otras.
Insatisfechos los rentistas -los pequeños hasta los grandes incluyendo las entidades financieras- con las tasas de retorno del capitalismo domesticado, se inicia con los gobiernos de Thatcher y Reagan, pero continuada por los gobiernos de los Bush, de Clinton, Blair y Schröder, una nueva ola de desregularización financiera, políticamente sostenida por una clase media alta con capacidad de ahorro pero sin vocación empresarial propia, incluyendo a los altos ejecutivos y los empleados superiores de las entidades financieras, sin dejar afuera a los propios políticos. Para favorecer a los rentistas, se reduce la tasa del impuesto sobre la renta de capitales, eliminando de paso el sistema de tasas progresivas para este tipo de ingresos. A la par en los Estados Unidos y Gran Bretaña se elimina los programas de inversión pública así como –bajo el supuesto de la neutralidad fiscal- los incentivos y desincentivos para los diferentes tipos de inversión, salvo para sectores muy selectos.
La crisis financiera global del 2008/09 presenta la factura: un meltdown del sistema financiero mundial sin precedentes en la historia económica, cuyo media salvación a último momento les ha costado millones de millones en dólares, euros y libras al erario de estados en todo el mundo desarrollado. No solo eso, favoreciendo al rentista sobre el empleado o trabajador, el programa del capitalismo salvaje ha empeorado la situación para la clase media y ha profundizado la desigualdad en ingresos y participación en la riqueza nacional a niveles peores –como consta Stiglitz- que a finales del siglo XIX. De paso se desmanteló en los EE.UU. y Gran Bretaña la producción propia de bienes y servicios transables, sustituyéndola por servicios personales y el comercio al detalle, con consecuencias severas para los balances externos de comercio y de pagos.
Las políticas económicas de Nicaragua desde el primer programa de ajuste estructural a la mitad del gobierno de Doña Violeta hasta la fecha siguen el patrón de esas políticas neo-monetaristas, es decir favoreciendo el deposito rentista en el banco por encima de cualquier otro tipo de inversión productiva. Como primera factura, el estado rescató a los rentistas del colapso bancario en el 2001, gastando del erario el equivalente a 3 años del presupuesto de educación pública. La política de favorecer la renta sobre la inversión productiva produce después una asignación de créditos con preferencias claras para créditos de consumo, de comercio y tarjetas de créditos, complementado por hipotecas para casas particulares, o sea imitando hasta en los detalles al modelo elegido. Igual como en el modelo, florecen las MIPYMES de servicios y comercio, clientes predilectos para los micro-financieras, mientras al mismo tiempo el agro involucionó a indicadores de tecnificación similar a los años 40 del siglo pasado y la industria manufacturera nacional desapareció casi por completo. Expresado en productividad por persona laborando, el indicador de productividad-país hoy está más bajo que en 1990.
Si alguien ha tenido aún dudas sobre la orientación rentista –o de clase- del gobierno actual, basta tomar nota de la ultima reforma tributaria promovida por este gobierno, aclamada por su bancada y aprobada por abrumador mayoría a finales de 2009, la que estableció una preferencia para las rentas de capital mejor que cualquier legislación neoliberal desde Ronald Reagan hasta George W. Bush: sin consideración del ingreso personal total, se aplica solamente un 10% de IR definitivo, exonerando además completamente a las instituciones financieras de ese impuesto. Se aplica igual tasa a lo desigual: depósitos a plazo pagan lo mismo como acciones u otras formas de capital de riesgo. Se salvan solo las inversiones en turismo por el amplio programa de exoneraciones.
En esas circunstancias, solo locos, santos o exterritoriales bajo regímenes especiales invertirán en la infraestructura productiva del país, sea en el campo sea en la ciudad. El desempleo y la miseria del país han sido los resultados previsibles. No son efectos colaterales, sino inevitables por favorecer a los viejos y los nuevos rentistas. Sin un cambio de fondo eliminando el sesgo pro-rentista, no habrá nunca desarrollo económico-productivo ni tasas de un crecimiento mejor que vegetativo.
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